Bretaña francesa, cuna de leyendas (primera parte)


Empezamos la ruta en el norte de la Bretaña. Hemos escogido Saint Malo como «centro de operaciones», ciudad de corsarios y de la famosa «ruta del ron». Nuestro hotel, Villa Athanaze, es una bonita mansión del barrio de Saint Servan. La habitación es amplia, limpia, decorada con gusto y las vistas dan al jardín. Gill, la propietaria, nos da la bienvenida muy amablemente y durante los siguientes días nos aconseja diferentes lugares para visitar, playas y restaurantes. Nuestra primera cena la hacemos en «Le Cale», en la Plage Solidor, junto a una bonita abadía que despunta sobre la costa. La especialidad es el marisco y en especial los mejillones de Bouchot, pequeños pero muy gustosos, que los pedimos a la marinera. Un buen comienzo.

La primera ciudad que nos espera es Rennes, capital de la Bretaña y famosa por su ambiente universitario. En la oficina de información te venden un plano por 0,20€ con una ruta señalizada y los puntos de interés por los que pasas. Comenzamos en la Capilla de St. Yves y la Catedral de St. Pierre, de origen románico y decoración neoclásica. Cruzamos la Place Les Lices, donde antiguamente se organizaban torneos, y llegamos a la Place du Champ-Jacquet, rodeada de casas de madera del S. XVII, que aún conservan la elegancia de sus fachadas.        

Desde allí continuamos hasta el Parque Thabor, un tranquilo rincón en una pequeña colina que invita a sentarte para leer, escuchar música o dar un agradable paseo entre su variada arboleda.

Como hemos subido bastante por el entramado de calles adoquinadas, ahora toca bajar hasta el río. Por el camino, nos encontramos el Palacio del Parlamento de Bretaña, un edificio del S.XVIII, que fue reconstruido tras el incendio de 1994. Antes de irnos, recorremos las calles comerciales, que a primera hora de la tarde están llenas de gente. Es importante tener en cuenta que a las 14h ya es tarde para comer y resulta muy difícil encontrar algún sitio decente abierto.

Nuestro siguiente destino nos lleva a la Costa de granito rosa y más concretamente a «Le sentier des Douaners«, un camino que bordea el mar entre Ploumanac’h y Perros-Guirec, que antiguamente resguardaba la vigilancia aduanera para evitar el contrabando. Antes de empezar, decidimos parar a comer en la terraza del Restaurante «Le Mao» y pedimos ensalada bretona, salchichas típicas de la comarca y brochetas de vieiras con gambas acompañadas de ratatouille, una especie de pisto con hortalizas. 

En cuanto terminamos nos ponemos en marcha, que nos esperan siete kilómetros por delante. El paisaje que nos encontramos es impresionante, rocas erosionadas de mil formas diferentes por las olas y el viento y que adquieren un tono rosado por la luz del sol. El sendero es bastante llano y de vez en cuando hay bifurcaciones para que puedas acercarte a ver la fuerza del agua contra las rocas. A medio camino, el imponente faro de Ploumanac’h domina la bahía desde un promontorio. Seguramente es el monumento más fotografiado de la zona. 

Seguimos avanzando y disfrutando de esta maravilla de la naturaleza, al igual que las decenas de turistas que nos cruzamos por el camino. Por fin divisamos la playa de Trestraou de Perros-Guirec y una vez allí, subimos al pueblo a reponer fuerzas en el bar de una plaza donde justo hoy hay un desfile de moda de los comercios del pueblo. Para regresar, cogemos un bus delante del ayuntamiento, que nos deja en el punto de partida, donde hemos dejado el coche. 

Como el tiempo es muy bueno, al día siguiente nos vamos a la playa. Primero llegamos a la Plage Nicet, una pequeña cala escondida donde no hay prácticamente nadie. Pero por su posición,  enseguida nos quedamos sin sol, así que cambiamos a la Plage de Val, a tres minutos de la anterior. La arena es fina y hay mucho espacio, ya que aquí tampoco hay casi gente. Aquí se estila más bajar a la playa justo después de comer, cuando baja la marea de una manera espectacular, que deja los barcos anclados en la arena. El agua está muy fría, pero nos atrevemos a bañarnos, aunque no nos quedamos mucho tiempo dentro.

Se acerca la hora de comer y, como estamos cerca de Cancale, decidimos ir allí a probar sus famosas ostras. Aparcamos en la parte alta del pueblo y bajamos por un camino de ronda hasta los viveros de este gran manjar. Justo delante, hay varios puestos de venta de ostras de diferentes tipos, a precios muy asequibles. En uno de ellos compramos media docena, que nos ponen en un plato. Nos dan limón y un cuchillo y nos sentamos delante del mar a degustarlas. Están buenísimas y según te las vas comiendo, devuelves las conchas al agua. El limón, el cuchillo y el plato, los dejas donde las has comprado. Las ostras nos han abierto el apetito y nos quedamos a comer en este pintoresco puerto pesquero, muy animado y lleno de restaurantes y puestos de venta de marisco.

Entramos en «Le Phare», donde nos ofrecen menús por 15 ó 25 euros.  Combinamos uno de cada y comemos paté, salmón marinado con una salsa estilo tártara, tournedó de pollo con cus-cus y confit de pato con mostaza. De postre, tiramisú de frambuesa y yogurt casero con fresas.  Todo muy bueno y con un servicio excelente. El café lo tomamos en una tranquila terraza en el paseo, con vistas a la playa y rodeados de una atmósfera muy marinera.

Por la tarde, y después de pasar por el hotel, cruzamos la larga calle comercial de Saint Servan hasta llegar a la entrada de Saint Malo, una ciudad-fortaleza en el mar, que fascina con la luz del atardecer. Aunque fue casi totalmente destruida durante la segunda guerra mundial,  fue restaurada en su totalidad por la población. La primera imagen desde el exterior es de elegancia, de fachadas señoriales que casi parecen simétricas.

Entramos por la Grande Porte hacia el bullicioso y comercial centro, lleno de heladerías, restaurantes, tiendas, chocolaterías… y mucha gente por todas partes. El ambiente es fantástico,  con espectáculos callejeros y mucha luz. Recorremos las calles hasta llegar a la entrada a la muralla, un placentero paseo alrededor de la ciudadela, desde donde divisamos las islas de Grand Be y de Petit Be, unidas a tierra firme cuando la marea está baja. Llegamos hasta el Castillo de la Duquesa Anne de Bretagne y entramos de nuevo por la puerta de Saint Vincent.

 

Un poco apartada del centro, descubrimos una cervecería artesana, «Les brassines de Saint Malo». Entramos a probar la cerveza, que la sirven sola o combinada con vinos y siropes. De ambas maneras sabe muy bien y tomamos un aperitivo para acompañar. El sitio es tranquilo, muy de la gente de aquí, y que ha sido una suerte encontrar. Pero llega la hora de cenar y  hemos reservado mesa en un restaurante que hemos visto cuando paseábamos y nos ha gustado mucho, «Au Coin Malouin». El local es pequeño y muy acogedor. En la planta que da a la calle, varias mesas altas para dos o cuatro personas y una barra donde la cocinera prepara platos muy apetitosos, en especial unas hamburguesas muy jugosas y brochetas a la brasa de diferentes tipos. Pero también puedes escoger entre ensaladas, patés, embutido, sardinas españolas, frituras y tartines, una especie de tostada con diversos ingredientes. Lacarta no es muy extensa, pero la calidad es muy buena. Un buen cierre para nuestra última noche en Saint Malo.

Para terminar la primera parte de nuestro viaje por la Bretaña francesa, visitamos dos atractivas poblaciones medievales. A Treguier llegamos por la tarde, poco antes de la puesta de sol. Nos encontramos con una pequeña ciudad entre la confluencia de los ríos Jaudy y Guindy, con casas y mansiones de madera y piedra muy bien conservadas en su exterior. Las calles, muchas de ellas empinadas, desembocan en bonitas placetas con terrazas rodeadas de bonitos edificios. Hay que destacar su catedral de estilo gótico, con una aguja de 63m de altura. En su decoración se pueden observar motivos de naipes de la baraja francesa, ya que fue construida con dinero de las tasas de la lotería. Treguier no es uno de los destinos más conocidos por los turistas, pero merece la pena dedicarle un tiempo a su fabulosa arquitectura y al placer de pasear por sus callejuelas.

Dinan, una de las localidades más bellas de Franciaes la mejor elección para cerrar esta etapa. Ya en el momento de entrar por la muralla, te sumerges de lleno en la Edad Media. Ni tan siquiera desentonan los negocios más modernos, que al estar situados entre edificios de madera y piedra, se mezclan con talleres de artesanos, galerías de arte y tiendas de productos típicos de la Bretaña.

Empezamos a descubrir Dinan por la Rue de L’Horloge, donde se encuentra la torre del mismo nombre y a la que se accede a través de 158 escalones. Desde allí hay una buena panorámica de la ciudad. Seguimos hasta la Place des Merciers y la Place des Cordeliers, dos rincones llenos de encanto que parecen sacados de un cuento, con sus casas de diferentes colores, los soportales con sus robustas vigas y los tejados medievales.

Después de meternos por muchos callejones, pararnos cada dos pasos para hacer fotos y admirar los originales carteles de los comercios, llegamos a la Rue Jerzual, una pintoresca calle con mucha inclinación que une el puerto con la ciudad.  Su empedrado asfalto hace que bajemos poco a poco y así disfrutamos más del recorrido y de las pequeñas tiendas que encontramos a lo largo del camino.  Llegamos abajo y damos un paseo por la orilla del río Rance, a los pies de la muralla.

Para volver buscamos una ruta alternativa,  la Rue Haute Voie, que no tiene tanta pendiente y nos deja en el centro. La caminata nos ha abierto el apetito y vamos hacia la Rue de la Poissonnerie, donde hay varios restaurantes y casi todos llenos. Al final nos sentamos a comer en la terraza de «Le cosy», ideal para vivir el ambiente. El servicio es estupendo e incluso uno de los camareros habla castellano, lo que nos facilita entender el menú perfectamente. Pedimos brochetas de vieiras y dátiles y filete con salsa de mostaza, acompañado de una sidra bien fresquita. Allí nos quedamos un rato descansando y reponiendo fuerzas para seguir.

Después de comer vamos al Paseo de los Bastiones, para rodear la muralla que mide poco menos de tres kilómetros y que ofrece unas magníficas vistas del puerto deportivo y de la ciudadela. Entramos también en la Basílica de Saint Sauveur, construida en el S. XII en diferentes estilos arquitectónicos. La fachada es realmente impresionante y el interior fabuloso, con sus vidrieras de colores y un retablo magnífico.

Y antes de irnos, una visita a la tienda de la conservera «La Belle-Iloise», una cadena que encontramos por toda la Bretaña. Sopas de pescado, latas con diferentes especias de atún, bonito, sardinas, caballa, para ensaladas, bocadillos, para untar, como aperitivo… El producto es atractivo y nosotros salimos bien cargados para probar algunos de ellos.

Aquí termina nuestra ruta por el Norte de la Bretaña, la primera parte de nuestro viaje por tierras galas.

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